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7,30 de la tarde. Salgo de la Asamblea de Madrid. Cojo el Cercanías y en Atocha Renfe me cambio al Metro camino de la Gran Vía. En Atocha (o tal vez en Antón Martín) se suben seis chavales que reclaman mi atención. Son tres chicas y tres chicos. Son adolescentes. El grupo es heterogéneo. Rápidamente comprendo la situación: se trata de cuatro voluntarios que acompañan a dos discapacitados mentales. Observo con agrado que no solo los llevan y los traen, los tratan con respeto y cariño. La chica que necesita más cuidados se llama Carmen y, a ratos, me mira también a mi como queriendo decirme algo. Los que hacen de lazarillos podrían estar tumbados en el sofá de su casa, o jugando a la Play, o enganchados al Tuenti y, sin embargo, invierten su tiempo cuidando de los más necesitados. Les reprenden cariñosamente cuando levantan la voz, les limpian la boca con un pañuelo de papel, les estimulan y acarician continuamente, y los acomodan con delicadeza tan pronto como queda un asiento libre. Contemplándoles con admiración pienso que estos chicos no reciben una paga, no porque no valga nada su tarea, sino porque no tiene precio lo que hacen. No todo está perdido. Mientras haya voluntarios habrá esperanza. Feliz Navidad.
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