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CON FRECUENCIA ME pregunto de qué pasta están hechos los políticos. Me lo pregunto, sobre todo, cuando les vienen mal dadas y tienen que aguantar el tipo con una entereza digna de mejor causa. No estoy hablando de ningún partido en concreto sino de todos ellos. Los políticos suelen echarle muchas horas, en general, cobran menos que en la empresa privada y, encima, tienen mala prensa y peor fama. Ya sé que nadie les obliga y que más de uno firmaría por tener su estatus, su capacidad de influencia y el boato de poder que les rodea. Mucha pompa y circunstancia, sí, pero sigo sin entender dónde radica el misterio que les mantiene atados al cargo, orgánico o público. Desconozco igualmente qué es lo que les retiene cuando les llueven los palos de todos los lados.

No debe resultar fácil tragar quina varias veces a la semana o desayunarse un sapo casi todos los días. No pretendo decir, ni mucho menos, que sean unos santos, que no lo son, pero me parece admirable su capacidad de nadar contra corriente y de sobrevivir en condiciones adversas. Alguno me dirá, y es posible que sea así, que para ellos la política es como una droga; otros opinarán que una vez que se suben al coche oficial nunca más se quieren bajar, por algo será, o que el poder produce un grado de satisfacción sólo comparable al sexo. ¡Qué cosas! Antes se utilizaba mucho aquello de la «erótica del poder» para explicarlo. No sé, no acabo de entender qué es lo que le ven al hecho de mandar y qué oscuros resortes manejan para mantener el tipo. Nadie aún me lo ha sabido explicar, porque yo eso del servicio público no me lo acabo de creer. Seguiré indagando.

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