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(Artículo publicado en la Revista de la Cámara de Comercio de Madrid, julio-agosto 2009)

Vivo junto a la Gran Vía y trabajo en ella desde hace un montón de años. No concibo Madrid, por tanto, sin el pálpito de esta gran arteria que con tanta fuerza late en mi trayectoria vital y personal. Aún recuerdo con nostalgia cuando, con 17 años, aparecí por primera vez en aquel lejano y entrañable Madrid de la “transición política”. Emergí, cómo no, por la estación de Metro de Gran Vía, bautizada entonces con el nombre de “José Antonio”, y lo que vi entonces (el edificio de Telefónica, los cines, la Casa del Libro, Radio Madrid y, sobre todo la gente, siempre la gente) me cautivó sobremanera. Aquella primera y emotiva impresión me ha acompañado siempre. De entonces también recuerdo la Gran Vía pintada por la mano de mi paisano, el genial Antonio López, a quien pude contemplar en plena faena.

Claro que no es oro todo lo que reluce: el deterioro social de su “parte de atrás” en la zona de Montera y Desengaño, la prostitución callejera, la contaminante y ruidosa invasión de los coches, la desaparición paulatina de los cines y algunas aberraciones estéticas, merecen una seria reflexión por parte de nuestras autoridades.

No puedo negar que muchas calles de Nueva York, de Londres, y sobre todo de París, me atraparon poderosamente, si bien en ninguna de ellas he sentido la fascinación de nuestra Gran Vía, a punto de cumplir ya su primer siglo de vida. Fascinante, concurrida, especial, distinta, bulliciosa, cosmopolita, demencial, insomne, zarzuelera, escaparate y canalla, en la Gran Vía me siento acompañado y confortable como en ningún otro sitio de esta gran ciudad.

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