
125 AÑOS LLEVA La Mallorquina endulzando Madrid. El obrador más céntrico de España (Puerta del Sol, 8) no solo forma parte de la historia de la capital, sino que se ha convertido en todo un símbolo de resistencia frente la invasión unificadora de las franquicias, con tiendas iguales en el centro de las ciudades de Europa. El local no tiene ahora la relevancia literaria de la que gozó en su día como centro de tertulias a cargo de ilustres escritores, pero merece la pena subir su escalera de 22 peldaños y disfrutar tranquilamente del salón de la planta de arriba. Allí transcurre una de las escenas de mi novela La flor del magnolio, que me permito reproducir aquí.
Si gustan, pasen y lean…
Pocos días después de la desarticulación de la banda de subasteros, Santos Senabre queda a tomar un café con una periodista a la que no conoce. Dice llamarse Marina Monforte y, si no hubiera sido porque se lo han pedido de arriba, no se habría reunido con ella. Voluntariamente, no. Al inspector no le gustan los periodistas. «Carroñeros hay en todas partes». No sabría decir porqué. No le han hecho nada malo, simplemente no le gustan. Trata de estar al día con lo que cuentan, más o menos comprende su trabajo, pero considera que pecan de entrometidos, fabuladores e inexactos, cuando no de engreídos y arrogantes. «Si tengo que ver a esta chica, pues la veo, le doy largas o le cuento alguna milonga y puerta», piensa el inspector, sentado ya en la planta de arriba de La Mallorquina. Justo en la esquina que da la Puerta del Sol y a la calle Mayor, de frente y controlando los espejos, porque él nunca se sienta de espaldas a la entrada en un sitio que no conoce, según aprendió en el País Vasco. La reconoce nada más llegar. No sabe si recibirla con dos besos, pero como ella tampoco hace el ademán de acercarse, le tiende la mano. «Unas manos finas y heladas». «Manos frías, corazón caliente» piensa absurdamente el inspector. Parece desenvuelta. Y no es de las que se deja impresionar fácilmente por mucho policía o mucho hombre que tenga delante. «Qué cojones querrá esta tía».
—Gracias por recibirme.
—No hay de qué.
—Ya conoce mi nombre. Trabajo en la radio y me gano la vida contando noticias.
—Buenas noticias, imagino.
—Por supuesto, no las conozco de otro tipo —le desafía con la mirada utilizando un cierto tono burlón—.
—Y a qué se refiere con buenas noticias, si puede saberse.
—Muchas son sucesos, que no son precisamente agradables, qué le voy a contar que usted no sepa.
—Sí, algo me suena.
—Y luego hay otras historias, de esas que al poder no le gustan y, que los que mandan en este tinglado, si pueden, las evitan. ¡Y vaya si lo intentan! Noticias, no siempre gratas que, si puedo, me gusta contar antes que la competencia. Poco más.
—Ya. Es un mundo desconocido para mí.
—Seguro que no tanto.
—Es cierto que en esta época no se puede vivir sin estar informado. Fíjese el año que llevamos. El asesinato de los abogados laboralistas de Atocha a manos de unos pistoleros de la extrema derecha, la manifestación posterior, que fue ejemplar, aunque nos temimos le peor… La legalización del Partido Comunista de España, las primeras elecciones democráticas en cuarenta años, la victoria de Adolfo Suárez, el éxito de Felipe González…
—La derogación de la censura de prensa, la renuncia de Juan de Borbón a los derechos dinásticos de la Corona en favor de Juan Carlos I, el accidente aéreo de Los Rodeos con casi 600 muertos, la muerte de Anais Nin…
—Y fuera de nuestro país, la muerte de María Callas…
—La de Elvis Presley, la de Groucho Marx… Pero esto siempre es así, la actualidad nunca descansa. Es imprevisible y siempre nos sorprende —se remueve en su silla mientras trata de familiarizarse con el escenario del encuentro.
Pasados unos minutos se acerca sigiloso el camarero, —pantalón negro, camisa blanca, chaleco rojo, zapatos salpicados de harina—. El salón está casi lleno, pero no parece demasiado agobiado. Tiene el pelo engominado y cuando dice, «qué tomarán los señores», retrae los labios aparentando una sonrisa fácil largamente ensayada. No es ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni especialmente amable ni tampoco adusto, ni cercano ni distante, ni rápido ni lento. Lo único seguro es que en cuestión de segundos tanto Santos como Marina han trazado mentalmente su perfil psicológico que, por cortesía, evitan comentar. Policías y periodistas necesitan tener, por pura prevención, esa especie de sexto sentido.
—La señorita tomará…
—Un té con una gota de leche fría y una napolitana. Solo una gota de leche, por favor.
—Y un cortado para mí. Gracias.
—Me estaba diciendo que no te gustan los periodistas.
—Eso es.
—Me siento más cómoda si nos tuteamos.
—Me parece bien.
—Y qué tal si te digo que, en ocasiones, también podemos ser de ayuda. Que podemos echar una mano.
—Sí, como no sea al cuello…
—Hablo en serio.
—Yo también estoy hablando en serio.
—Sé que estás muy ocupado, y yo también, así es que iré al grano.
—Dispara cuando quieras, estoy preparado para todo.
—Antes de nada…, si no hubiera sido porque te han animado desde la Dirección General, ¿habrías venido?
—No, obviamente, no.
—O sea, que estás aquí obligado, a la fuerza.
—Más o menos.
—Y a disgusto, entiendo.
—No, eso lo has dicho tú.
—Quería que me contaras algo sobre la desarticulación de los subasteros.
—¿Y tú, cómo coño sabes eso?
—Yo sé muchas cosas.
—No te lo puedo desmentir, pero tampoco confirmar. Aún no. Tendrías que llamar primero a nuestro gabinete de prensa. Es el conducto habitual, ya lo sabes.
—Desmentirlo no puedes y no necesito tu confirmación. Para eso ya tengo a otros.
—¿Entonces?
—Quiero que me cuentes los detalles.
—¿Y por qué yo?
—Porque eres el jefe del Grupo Antiatracos y porque fuiste tú el que directamente hizo el trabajo.
—Bueno, lo hice, quiero decir, lo hicimos nosotros porque varios de ellos habían participado en algunos golpes a entidades bancarias y en trapicheos con el Monte de Piedad. Esto es off the record, no lo puedes utilizar.
—Me parece a mí que has visto tú muchas películas. Si estás con un periodista y no quieres que algo se sepa no se lo digas de ninguna manera. Ni siquiera lo pienses porque la has cagado. No debería decírtelo, pero esto es así como funciona.
—¿Por qué será que no me sorprende? En todo caso, gracias. De ahora en adelante seguiré tu consejo a rajatabla.
—Espero que no. Siempre hay excepciones.
—Ya veremos.
—Y, además, ya lo sabía. Lo de que los subasteros no eran trigo limpio y hacían a todo. Y lo de los agentes judiciales que estaban en el ajo.
—¡Joder, qué tía tan lista! Entonces, no sé qué cojones hacemos
aquí.
—Quiero más detalles.
—Y yo quiero comprar un décimo en Doña Manolita y que me toque el gordo.
—Pero ya te ha tocado.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Cómo?
—Con el pisazo ese que te ha regalado el banco cerca del Prado.
—Vamos a ver, señorita… Primero, el piso del que hablas no me lo ha regalado el banco, lo estoy pagando religiosamente todos los meses, tal y como puedo demostrar. Y segundo, si fueras un hombre, te hubiera dado ya una hostia y te habría estampado contra la pared. ¿No sé si me explico?
—Perfectamente, inspector.
—Creo que no tenemos nada más que hablar.
—Sí.
—No.
—Escúchame, Santos. Por favor, seré muy breve. Déjame que te diga, al menos, una cosa. Necesito que sepas que, a pesar de todo, quiero que seamos amigos y que colaboremos. Sé perfectamente que lo del piso no es exactamente así, y que es una intoxicación por parte de alguien de dentro, de algún compañero tuyo que no te quiere bien. Repito, de alguien de dentro, que lo va contando por ahí. No puedo decirte más. Comprendo tu cautela, pero quiero que sepas que no debes tener ningún temor conmigo. Soy periodista, sí, eso no lo puedo evitar, pero también sé guardar un secreto, aunque no lo creas, y, sobre todo, soy muy leal con mis amigos. Ya lo verás. Nunca te dejaré con el culo al aire. Y no tengo el más mínimo interés en hacerme eco de esa información, entre otras cosas, porque no me gusta que me utilicen. Allá cada uno con sus problemas. No necesito que me des grandes exclusivas todos los días, con una vez a la semana es suficiente. Es broma, ¡eh! Solo pretendo que confíes en mí, que yo pueda confiar en ti, que tengamos hilo directo y que cuando haya algo que quieras filtrar no pienses en nadie más que en mí. Sé que por tus manos pasa mucha de la información que maneja la Policía y que si tú no lo haces otro lo hará por ti. Para pagar sus favores, para colgarse una medalla o para joder a un compañero. Esto funciona así. Podrá gustarte más o menos, podrás estar de acuerdo o no, pero este negocio es así. No te pido mucho, prometo tratarte bien siempre que hagas lo correcto. No es por presumir, pero mi programa lo escucha mucha gente y siempre está bien tener una amiga periodista.
—Nunca olvidaré este día.
—Ni yo tampoco.
—Gracias, Marina.
—Gracias a ti, inspector. ¿Me cogerás el teléfono a partir de ahora? ¿Volveremos a vernos?
—Es posible.
—¿Amigos?
—Tal vez.