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EL MIEDO SE ha instalado entre nosotros. Y es normal que sea así ante una crisis sanitaria de enormes proporciones, toda vez que el coronavirus crece de forma exponencial por Europa ajeno a los límites fronterizos.

No es, posiblemente, un miedo por el riesgo de muerte, dado que la letalidad es baja. Es el miedo derivado del exceso de información y de la natural desconfianza muchos que no acaban de creerse los mensajes de las autoridades.

El miedo debería servirnos para extremar la prudencia en materia de higiene, aunque la pureza de nuestras manos, más limpias que nunca, o los saludos sin contacto, o la prudente distancia de nuestros semejantes, no nos eximan por completo del virus. En el bien entendido también de que “en las democracias occidentales, los comportamientos individuales pueden ser más importantes que las medidas gubernamentales”, según advierten los epidemiólogos

Pienso, en todo caso, que lo que nos pasa estos días es muy similar a lo que nos ocurrió, salvando todas las distancias, con el “Efecto 2000”, el atentado de las Torres Gemelas, el trágico 11-M en Madrid, el terrorismo yihadista de Al Qaeda, o las matanzas en ciudades como París. Por no hablar de la ‘crisis de las vacas locas’, la gripe A, o el ébola.

Lo que acontece es que esta crisis sanitaria de enorme magnitud, cual peste moderna, ataca la base de nuestro confortable sistema de vida e introduce un imprevisto factor de inestabilidad, sin que nadie sepa cuál es el camino correcto para acabar con esta angustia.

El miedo viaja más rápido que esta pandemia global, y eso que la velocidad de propagación del virus es bastante superior al de la gripe común. Pero no perdamos el norte porque un exceso de ansiedad, unida a la de otros mucho nos lleva, irremisiblemente, al colapso del sistema sanitario y productivo, es decir, de todo un país.

Y hay, para que no nos falte de nada, otro tipo de mal que se empieza a inocular. El de aquellos preclaros expertos –es un decir– convencidos de que la gente estaría hoy bastante más tranquila con otro Gobierno. Es legítimo pensar que las autoridades pueden haber reaccionado tarde, todo es opinable, pero de ahí a dejarnos llevar por determinados prejuicios ideológicos hay un trecho que nunca deberíamos cruzar. Entre otras cosas porque es un camino que no conduce a ningún sitio. Tiempo habrá para que los responsables políticos respondan y, llegado el caso, asuman sus responsabilidad.

Es mucho lo que nos estamos jugando y, aunque es a los políticos a quienes corresponde anuncia las medidas, son los expertos quienes deben pilotar este duro y largo proceso. Si tuviéramos que echar mano del lenguaje bélico, diríamos que la guerra contra el bicho este no la va a ganar ningún partido político. Ni Isabel, ni Pedro, ni Pablo, ni Inés, ni tampoco Santiago.

El problema es tan serio, de tal magnitud y gravedad, que bastante harían entre todos con tratar de no contribuir a incrementar el pánico creciente, acaso la peor de las enfermedades. Y son ellos, solo ellos, quienes tienen la vacuna, entre otras cosas porque el coronavirus no es ni de izquierdas ni de derechas. España está en peligro. Es hora de que nuestros gobernantes y dirigentes políticos demuestren con sentido de Estado su auténtico patriotismo.

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