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“A NUESTROS ABUELOS les pidieron que fueran a la guerra, a nosotros sólo nos piden que nos quedemos en casa”. Esta frase, que durante estos frenéticos días se está compartiendo en Italia, nos sirve también aquí, aunque, como es bien sabido, el conflicto bélico de entonces en España tuviera unas connotaciones distintas.

Pero esta recomendación tan básica y sencilla para frenar el contagio del coronavirus, tan fácil de entender y, aparentemente, de cumplir, no ha comenzado a secundarse de forma tan unánime como cabría imaginar. Tras recibir imágenes de los Agentes Forestales sobre el lleno a rebosar en las áreas recreativas de la sierra madrileña, como en la Pedriza, con los aparcamientos llenos de coches, el servicio de Emergencias Madrid 112 se ha visto obligado a pedir a la gente que abandone esos espacios. “Así no, Madrid, así no”, clamaban a través de Twitter desde el 112. No ha sido el único caso.

Minutos más tarde era el propio alcalde Almeida el que ordenaba el cierre de todos los parques y jardines de la ciudad, incluidos los accesos a Madrid Río, “ante las aglomeraciones de personas que lamentablemente y pese a todos los avisos” se habían acercado hasta esos espacios públicos. Por no aludir también a la muchedumbre apiñada en determinados centros comerciales y supermercados, donde se han registrado también algunos altercados fruto del nerviosismo y la histeria. Incidentes, en todo caso, que conviene no magnificar, dado que se han producido de forma aislada y puntual.

Por mucho que lo que nos está pasando con el Covid-19 pueda recordarnos a una guerra, esto no tiene nada que ver con un conflicto bélico. Por mucha angustia, desazón y tristeza que sintamos, tenemos la fortuna de vivir en entornos tan acomodados que cualquier comparación en ese sentido resulta excesiva.

Vale que nos haya cambiado la vida, y que una vez que el Gobierno ha decretado el estado de alarma nuestros movimientos se van a ver limitados −salvo para ir al trabajo o para buscar productos básicos−, pero esto, repito, no es la guerra. Si queremos saber qué es una guerra no tenemos más que preguntar a nuestros abuelos o padres, o recordar combates y batallas como las de Siria o Afganistán. O la desesperación de los refugiados. O la hambruna de millones de africanos, condenados a soportar la miseria en medio de un clamoroso olvido por nuestra parte.

Lo nuestro es otra cosa, repito, por muy incómodo que nos resulte. Solo estamos obligados a quedarnos cómodamente confinados en nuestros cómodos e hiperconectados hogares, mientras los abnegados trabajadores sanitarios se dejan la piel y arriesgan su salud para protegernos. Una situación en la que también se encuentran muchos empleados públicos, entre ellos, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.

Ninguna bomba caerá sobre nuestras cabezas. Resistir en estas condiciones es bastante sencillo. Nada que ver con una guerra, salvo la batalla contra un enemigo invisible, que no da la cara, aunque en nuestras manos está evitar su propagación. Sin los heroísmos propios de cualquier conflicto bélico. Con una serie de recomendaciones tan básicas y sencillas que cualquier incumplimiento no es más que puro incivismo e insolidaridad. Si fuera un confrontamiento armado, los más indisciplinados pasarían por un consejo de guerra.

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