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Lo bueno del periodismo es que no es una ciencia exacta. Es una de sus ventajas, aunque a veces se convierta en una rémora perversa. Porque no es cierto que las noticias se las lleve el viento. No lo es. Dejan rastro en la gente y, en ocasiones, una huella indeleble, tal y como pueden atestiguar los damnificados.

Me refiero, por ejemplo, a la despreciable ligereza con la que algunos medios han tratado el caso del joven madrileño Diego P. V., residente en Tenerife, detenido inicialmente por «matar» a una menor de 3 años, hija de su novia. La niña falleció, no por los malos tratos infligidos por Diego, ahora en libertad sin cargos, sino como consecuencia de una caída mientras jugaba. El informe forense, tras varios diagnósticos médicos erróneos, también determinó que las supuestas quemaduras en el cuerpo no se debían al despreciable encarnizamiento del compañero de su madre sino a una reacción alérgica por una crema.

Casos como este nos enfrentan a una terrible evidencia: los periodistas manejamos un material muy sensible, tanto que, en ocasiones, nos pueden más las prisas que el rigor. Muy recomendable el artículo de hoy en El País sobre este asunto. En ocasiones, la realidad nos estropea un buen titular, claro que a ese precio no merece la pena. Así no.
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