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COMENZARÉ POR DECIR que, con tan solo dos de sus novelas leídas −las otras también caerán−, yo también formo parte ya de la legión de incondicionales seguidores de Santiago Posteguillo. He llegado tarde, es cierto, pero prometo afanarme para recuperar el tiempo perdido. En mi caso, las 746 páginas de Roma soy yo. La verdadera historia de Julio César (Ediciones B. Penguin Random House), las he disfrutado como pocas veces antes con una novela histórica. Y lo mejor de todo es que estamos ante un proyecto literario más ambicioso, dado que el autor se ha conjurado para escribir una serie de novelas dedicadas a la vida de Julio César, en una carrera de fondo no apta para lectores impacientes, que le mantendrá ocupado durante los próximos diez años. Y no es descartable que se le vaya la mano y amplíe la saga por encima de las seis, ‘pecado’ que estaríamos dispuestos a perdonarle con verdadero placer.

“¡No es alta literatura, sino una historia maniquea de buenos y malos!”, dirán algunos, y posiblemente algo de razón tengan. “No es más que una novela de evasión, con un tratamiento esquemático de las situaciones y conflictos, a la que le sobran páginas”, pensarán otros, y es posible que tampoco anden desacertados quienes opinan de esta forma. Aun así, con todo y con eso, lo que de verdad importa es la huella que el autor deja en el lector y, como queda dicho, en mi caso, resulta indeleble. Si hubiera buscado algo más elevado sobre la historia de la Antigua Roma, hubiera bebido directamente en las fuentes de Suetonio, Mary Beard, Adrian Goldsworthy o, incluso en las de Indro Montanelli, citados, por cierto, por el propio Posteguillo en la abundante bibliografía incluida en su novela. Pero no se trataba de eso, sino de disfrutar sin más de una obra de ficción bien armada, interesante y amena de principio a fin. La nota histórica final que, según recalca el propio autor, conviene no leer antes de terminar la novela, es un acierto porque delimita perfectamente el terreno que estamos pisando.

Compré la novela como regalo para la persona que me introdujo en el ‘mundo Posteguillo’, pero al final pudo más la impaciencia y me adelanté. Bendita la hora. Y eso que − ¡ay los prejuicios! −, llegué a pensar que las andanzas como abogado de un joven patricio de tan solo 23 años, Cayo Julio César, plantándole cara al cruel senador Dolabela en un juicio por corrupción no conseguirían atraparme, como finalmente ocurrió. Errare humanum est.

“Hay personajes que cambian la historia del mundo, pero también hay momentos que cambian la vida de esos personajes. Roma soy yo es el relato de los extraordinarios sucesos que marcaron el destino de César”, resume con acierto la reseña de la editorial. Y el relato de algunos de esos extraordinarios sucesos pasan por la defensa del pueblo de Roma desafiando el poder de las élites; su actuación como fiscal, pese a su juventud, contra el todopoderoso senador Cneo Cornelio Dolabela, corrupto, millonario y brazo derecho del dictador Lucio Cornelio Sila; la relación con su tío y gran referente, Cayo Mario, uno de los mayores líderes de la historia romana, que llegó a ser siete veces cónsul; la historia de amor con Cornelia, su primera esposa, a quien tanto amó como para desafiar la orden de Sila de divorciarse de ella por motivos políticos; la relación con su amigo de la infancia Tito Labieno, uno de sus principales lugartenientes durante muchos años; o su primera entrada en combate, demostrando valor y pericia al mando de 500 legionarios en la enrevesada toma de Mitilene (en la isla de Lesbos).

“Lo sorprendente con César no es que lo asesinaran en el 44 a.C.: lo sorprendente para mí, cuando conoces bien su vida, es que llegara vivo hasta ahí”, ha relatado también el propio Posteguillo en una mención que hizo que en mi fértil imaginación me llevó de inmediato a la ciudad de Roma con motivo de mi última visita. A las ruinas del Largo di Torre Argentina, uno de esos espacios a los que llegué de casualidad, pero que en cuya magia me dejé sucumbir sin saber realmente dónde estaba, más allá de lo que me pareció un santuario de gatitos. No me resultó fácil ni rápido saber dónde estaba, pero la curiosidad turística pudo más que el cansancio y pude comprobar, al fin, que en ese espacio se encontraba la Curia del Teatro de Pompeyo, en el Campo de Marte, donde el Senado celebraba sus sesiones en tiempos de Julio César y que fue precisamente allí donde cayó asesinado, víctima de una conspiración, en los “idus de marzo”. Herido de muerte por un grupo de senadores opuestos a sus ambiciones autocráticas a los pies de una estatua de Pompeyo el Magno, donde se desangró, y cuyo relato ardo en deseos de leer cuando llegue el día y el maestro Posteguillo nos lo permita. Aquella tarde en Roma, con menos información que ahora, sentí el íntimo privilegio de poder ver lo que quedaba del escenario de un momento trascendente en la historia de la civilización occidental.

 “Yo siempre he querido escribir sobre César, pero sentía que debía merecer escribir sobre él”, ha indicado Posteguillo en alguna de sus numerosas entrevistas. “Sólo después de Escipión, Trajano y Julia, de dos trilogías y una bilogía, sólo después de más de 7.000 páginas escritas sobre la antigua Roma, sólo después de sentir que empiezo a tener una comprensión global del mundo romano, sólo entonces es cuando me he sentido con la capacidad suficiente para acometer el que, sin duda, será mi mayor desafío literario”. Que la fuerza le acompañe. Alea iacta est.

P.D. Dejo para el final esta deliciosa sentencia, esculpida ya en el lapidario de mis preferidas, por lo que tiene también de enseñanza de vida:

Puedes fingirte cobarde y no serlo, puedes fingirte torpe y no serlo. Lo único importante es la victoria final. Da igual que te llamen cobarde. No entres en combate hasta que creas que puedes ganar. Luego, pasado el tiempo, sólo se recuerda eso: al ganador. Todo lo que pasó antes queda borrado. Recuérdalo, muchacho, y no vuelvas a pelear si no puedes ganar». «En una guerra, la victoria final es la única victoria que cuenta. (Consejo de Cayo Mario a Julio César).

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