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COMENZAREMOS CON ALGUNAS obviedades. Innecesarias tal vez en otras circunstancias, pero no en estos tiempos de frentismo mediático, derivado de la polarización política. Vamos a ello…

Los periodistas tienen todo el derecho del mundo a dar su opinión. Faltaría más. Cuando lo consideren oportuno y por todos los medios a su alcance, pero no −nunca y bajo ningún concepto−, en el ejercicio de su profesión como informadores. Es más, la esencia del periodismo es el control del poder, y en primer lugar de los poderes públicos, siempre que esa labor de fiscalización se ejerza desde la honestidad. Desde la humildad, el respeto y la ecuanimidad, añadiría.

Opinión vs. información

De todos es sabido también que, con frecuencia, la línea que separa la información de la opinión es tan sutil y endeble, que hay quienes se escudan en el libre albedrío y en la libertad de expresión para justificar sus excesos, ajenos por completo a los preceptos comúnmente aceptados para el ejercicio de la profesión.

Nada que objetar acerca del locutor cuyos monólogos matinales son una andanada diaria contra el gobierno. Nada que decir tampoco sobre el contertulio de aceradas críticas ni sobre el columnista que hace lo propio un día sí y otro también. Nada, salvo que intencionadamente pudieran caer en la tentación de utilizar sus púlpitos para, despreciando los hechos, privilegiar la mentira como recurso para socavar la actividad del político que consideran contrario a su línea editorial.

Periodismo de verdad

No es a ellos a quienes va dirigida la entrada de hoy. Mi lamento tiene como destinatarios a aquellos otros que cuando firman una crónica olvidan el sacrosanto principio deontológico de no engañar, no tergiversar y no ofrecer mercancía averiada a sabiendas de que lo están haciendo.

O dicho de otra forma, que están dispuestos a retorcer los hechos hasta adulterarlos, o a simplificarlos hasta desvirtuar su esencia, o a maquillarlos en beneficio de determinados intereses, o a camuflar su animadversión personal en titulares equívocos, maliciosos o, directamente, falsos. Todos estos preceptos se pueden resumir en algo tan fácil de entender como que el periodismo es incompatible con la falta de respeto a la verdad.

Y no caeré en el simplista error de considerar que estamos ante un mal que afecte a la mayoría de la profesión porque, además de injusto, sería inexacto. No son muchos quienes mancillan al resto, pero suficientes como para estar alerta y denunciar este tipo de prácticas tan deleznables.

Fake news

Mal que nos pese, las falacias, los ataques personales y los argumentos ad hominem se han convertido en moneda de cambio habitual en determinados medios, trasladando al debate público un ambiente tóxico que en nada contribuye al sosiego necesario en cualquier sociedad democrática. El caso es que la ‘fábrica de las mentiras’ nunca descansa y las fake news −noticias falsas o falseadas− se han convertido en una de las más depuradas, e impunes, estrategias para la desestabilización democrática. Por no hablar de las redes sociales, que esa es otra historia.

Tolerancia hacia la mentira

Cavilando sobre estos asuntos, el mismo día de la jornada electoral del 23J, escuché en la SER, en el ‘A vivir que son dos días’ de Javier del Pino, al filósofo y ensayista Joan García del Muro, que lleva años reflexionando y escribiendo sobre el concepto de la verdad, decir que “no hay verdades rotundas” y que “la mentira ha perdido su valor negativo” hasta convertirse “en una estrategia para convencer al oyente”. «Me parece sorprendente la tolerancia que tenemos hacia la mentira, y más si viene de los nuestros», apostillaba García del Muro.

Los informadores se deben a sus lectores, oyentes o telespectadores y no están legitimados para utilizar la plataforma que le ofrecen sus medios para hacer de mamporreros del político de turno. Es fácil entender que los editoriales, las columnas de opinión, las tribunas y los ‘monólogos’ están para opinar, pero es inadmisible utilizar la información para dar por segura una encuesta, que no es más que una previsión, como si fuera un dogma de fe; o convertir en noticia un estado de ánimo o un anhelo. O utilizar las redes como desagüe de todas nuestras miserias en forma de insultos. Sobre esta forma de miseria moral, algo hemos escrito también de forma reciente.

Periodismo político

Periodistas, en definitiva, convertidos en adivinadores o videntes, que vaticinaron que el adelanto electoral haría que la gente no votara, y se equivocaron; que abanderaron la idea de que Correos hizo lo posible para que la gente no votara el 23J, y se equivocaron; o que las mesas electorales estaban teniendo graves dificultades para constituirse, y mintieron; periodistas que no se disculpan cuando la tozuda realidad desmiente sus titulares o desbarata sus planes.

Periodistas políticos que de tanto relacionarse con políticos se creen ellos mismos políticos. Periodistas alérgicos a los datos cuyo lenguaje es tan descarnadamente agresivo, como fatuos son sus argumentos; periodistas con sesgos políticos abonados a la exageración por sistema, muy entrenados en sostener el altavoz desde el que escupen las consignas prefabricadas por los tentáculos partidistas.

Periodistas candidatos

Desde el punto de vista estrictamente profesional, a un periodista debería darle igual quién gane o quién pierda las elecciones. O lo que es lo mismo, debiera resultarle indiferente, más allá de sus gustos personales, que el presidente del Gobierno que consiga los apoyos parlamentarios necesarios, se apellide Sánchez o Feijóo. De ahí que no tienen sentido los aspavientos con los que algunos han leído el resultado electoral: con una mezcla de rabia y frustración, como algo personal.

El periodista no puede ser un hooligan ni comportarse como tal. Y si quiere serlo, debería despojarse de la consideración de informador para engrosar las filas de activismo partidario. Claro, que todo es posible en esta “era de la vileza”, que diría el maestro Muñoz Molina.

Periodismo de trinchera, periodistas en campaña permanente, periodistas candidatos… No son muchos, afortunadamente, pero viendo sus maneras, ganas dan de apostatar de este oficio que un día fue respetable.

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